La Columna del Tata

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Yo, yo mismo y mi otro yo

Sí, lo sé, con sólo leer el título hasta el más disperso se da cuenta de que perdí la cordura. No, no la gordura, la cordura, esa que nos permite dentro de determinados marcos mantener nuestros razonamientos dentro de la cancha de la razón. Y no lo digo por decirlo, lo hago porque cometí la misma desfachatez de Homero Simpson cuando compró una hamaca misteriosa que al envolverlo generaba un clon. Tampoco se trata de que mis otros yo no tengan ombligo, simplemente me refiero a que “sin querer queriendo” me multipliqué por tres.

Me explico. En una columna anterior mencioné largamente que después de un largo período de meditación había decidido enviarme al mercado. No yo, claro está, sino que mi otro yo, ese enano pixelado que después de ser la promesa más esperada del club se transformó en algo así como un poste en la banca mientras sumaba menos minutos que el “Gato” Silva en los últimos duelos de la selección. También les comenté que efectivamente un club argentino había puesto unos morlacos sobre la mesa, quedándose con mi ficha. Es más, llegué al punto de confesarles que la única manera de sobrellevar la frustración fue cambiarle el nombre a un prometedor juvenil para volver a aparecer en mi propia lista de jugadores.


Pues bien, antes de partir dejé a mi primer otro yo en seguimiento por si en algún momento volvía al mercado. Así podría seguir mi carrera de manera simple. El asunto es que ante mi sorpresa efectivamente volví a aparecer un par de semanas después en el mercado en menos de la mitad de la ya mísera cifra que había costado mi pase. Obviamente hice lo que cualquier buen samaritano haría consigo mismo, me oferté para evitar que mi clon terminara en cualquier lugar del mundo. Lo hice, sinceramente, sin mayores pretensiones y ni siquiera seguí de cerca mi propia venta. Pues bien, un día después al revisar las noticias de mi club me percaté de que yo me había comprado a mí mismo teniéndome ya a mí mismo en el club. Sí, tal cual, sin proponérmelo de un día para otro terminé con dos clones míos en el plantel, uno haciendo sus primeras armas en las series menores y otro en su lugar de siempre, la banca del primer equipo. Es decir, un yo en la dirección técnica, otro yo en las juveniles y un tercer yo en el plantel de honor.

Hasta ahí todo bien, enredado pero bien. Sin embargo, lo que parecía una divertida situación de esas que nos regala MZ de tanto en tanto se convirtió en la pérdida total de mi cordura, nooo, no dije gordura. Como mi otro yo pequeño recién hace sus primera armas en las U21 y U23 y mi otro yo mayor es más lento que el olvido ambos quedaron como reservas. Para no desperdiciar mi propio talento multiplicado por dos decidí que ambos ingresaran a la cancha cuando el cronómetro del árbitro invisible marca los 70 minutos de partido. Sin darme cuenta me generé una absurda fijación, no tomarle el peso a los minutos iniciales y esperar ansiosamente las proezas de mis clones. Para decirlo en buen chileno, el muy pelotudo de yo mismo mira de reojo la mayoría del partido para recién concentrarse cuando sus otros yo entran en juego. Ahora los únicos goles de mi equipo que realmente celebro son los que hago yo mismo.


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Lo bueno del cuento es que mis otros yo han resultado ser bastante mejores para la pelota que yo mismo. El chico no aburre de sentenciar partidos juveniles mientras el grande me ha salvado de más de alguna vergüenza al evitar una derrota inminente o empatar un partido en los descuentos. Aunque suene a Freud o algún otro gran pensador de los recovecos cerebrales descubrí la mejor terapia de todas, hacer que mis otros dos yo mismo sean capaces de subirme el ánimo a mí mismo. Notable, por lo menos para mí.

¿Qué? ¿No entendiste nada? Bueno, yo me entiendo. Ja


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